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sábado, 12 de noviembre de 2011

VALLE MEDIO DEL SEGURA




En el confín meridional de la Provincia de Alicante y del Reino de Valencia, enclavado en la carretera que conduce de Orihuela a Murcia, a cinco Kilómetros de la ciudad de Orihuela, se halla situada La Aparecida (Pedanía de la ciudad mencionada).
     En Orihuela se encuentran vestigios de asentamientos humanos desde el Calcolítico (segunda mitad del tercer milenio A.C.), pasando por la cultura Argárica, Bronce Final y Hierro Antiguo hasta la cultura ibérica y la romana.
     Poco se sabe de quiénes fueron los primeros pobladores de la comarca. Si retrocedemos en busca de los primeros indicios de la Historia de la Humanidad, podemos deducir que los primeros habitantes llegados a estas tierras son descendientes de Jafet, hijo de Noé, por medio de su hijo Tarsis  fundador, creemos, de Cádiz. O uno de sus descendientes que penetró por el Río Segura, entonces navegable y que se llamaba  Thader.  Además de estos pobladores, sucedieron por lo menos en nombre los iletas. Como también existen opiniones que esta comarca era parte del territorio de Contestania, cuya capital, Contesta, se cree es la hoy llamada Cocentaina, pero no existen pruebas en una forma u otra de que estas leyendas sean ciertas.
     La presencia de los Celtas que llegan en busca de la sal de Guardamar, pronto queda diluida entre la población ibérica. Estas dos razas darán aquí lugar al pueblo contestano. El primer contacto de la comarca de la Vega Baja con los griegos se produce en el siglo VI a.c., sirviendo el río Segura como vía de penetración para su comercio
La jerarquización  territorial en la cuenca media del Segura entre los siglos VI y III a.C. es enmarcada por Santos Velasco (1989) en un proceso de transición social en el que los últimos vestigios de la sociedad gentilicia dieron paulatinamente paso a la configuración de entidades de carácter similar a las ciudades-estado. El fenómeno de la urbanización creciente está en la base de la aproximación de las sociedades indígenas de época ibérica a esquemas organizativos de tipo protoestatal. Las fuentes literarias ofrecen para gran parte del mundo ibérico un panorama de pequeñas monarquías en el que unos poblados dependen de otros y en el que es preeminente el estamento guerrero. El desarrollo de la arqueología espacial nos acerca cada vez de forma más fiable a la compartimentación jerárquica del territorio ibérico en función de la importancia respectiva de cada poblado, las relaciones y dependencias detectadas entre los distintos poblados, y la pujanza de determinadas manifestaciones, comunes o diversas, de su cultura material.


La cuenca media del Segura, inscrita en el ámbito murciano entre las confluencias del río Segura con sus afluentes Sagonera (también llamado Guadalentín) y Mundo, fue en época ibérica, al igual que en la actualidad, una región muy poblada. Muchos enclaves ibéricos se disponían a lo largo del curso del Segura, que se convertía así en el eje que articulaba gran parte de las relaciones mantenidas entre ellos. Esta región tuvo una entidad cultural propia, favorecida por la cohesión interna a la que invitaba la disposición territorial de sus poblados, ya que la distancia entre cada enclave y sus vecinos en el eje del Segura era corta. De los asentamientos ubicados a lo largo del Segura sólo algunos alcanzaron el rango necesario para actuar como rectores en la organización del territorio. Es probablemente el caso de Monteagudo, Verdolay y Los Albares (Cieza). Otros dos enclaves, algo más alejados del Segura, que tuvieron una función territorial preeminente en el Sur de la Contestania ibérica fueron Coimbra del Barranco Ancho (Jumilla) y El Cigarralejo (Mula), encargados de controlar amplias comarcas situadas respectivamente al Norte y Sur del río. Otros dos asentamientos, más interiores, enclavados en el área de Sierras que constituyen el límite meridional de la Contestania, jerarquizarían en realidad comarcas ya bastetanas. Se trata de La Encarnación (Caravaca) y Doña Inés (Coy). Y es que Ptolomeo cita a la ciudad de Asso (Caravaca) como una de las ciudades bastetanas más próximas al territorio contestano. Este poblado ocupaba una posición estratégica, pues controlaba el acceso desde el área del Medio Segura hacia una comarca encajada entre Sierras, ya ubicada fuera del ámbito contestano. Próximo al poblado de La Encarnación, pero controlando las áreas anteriores a estas Sierras estaba el enclave de El Recuesto (Cehegín), dotado de santuario, y que mantenía una posición limítrofe dentro del espacio contestano.


Lillo (1981) señaló que son característicos del poblamiento ibérico de la cuenca media del Segura los hábitats cuya extensión está en torno a la hectárea. A pesar de ello se detecta cierta variedad en los tamaños de los asentamientos, en función de su localización y rango (Santos Velasco, 1989, 130). Lillo (1981, 436) defendió la idea de que la cultura ibérica en estas comarcas se replegó hacia el interior a causa de la presión política y económica púnica, ejercida desde la costa, lo que habría provocado la aparición de una especie de “limes” definido por varios poblados ibéricos dispuestos en el eje del río Sagonera, los cuales velarían por la seguridad del poblamiento interno. Este planteamiento ha sido criticado (Santos Velasco, 1989, 130-131) con otras consideraciones, pues el poblamiento ibérico en regiones interiores del Sureste fue muy importante incluso en épocas en que la presión fenicio-púnica fue escasa, como demuestran los enclaves de Saiti (Játiva) y Castellar de Meca (Ayora). Los grandes “oppida” ibéricos y otros enclaves de tamaño intermedio se encuentran dispersos en el Sureste siguiendo un sentido propio de ocupación completa del territorio, sin aglomerarse en supuestas zonas de potencial peligro externo. A la ocupación por parte de las poblaciones indígenas de comarcas interiores hay que añadir la existencia de núcleos ibéricos de carácter costero, como Los Nietos, el Tossal de Manises o los poblados del área de la antigua albufera del Segura, los cuales solían estar especialmente predispuestos hacia los contactos comerciales con los colonos fenicios y griegos. No se conoce bien la ocupación ibérica en el área costera murciana comprendida entre Cartagena y el límite con la provincia de Almería, aunque la aridez de esta región hace suponer que en ella los poblados serían pocos y pequeños, actuando así como un límite natural entre la Contestania y otras regiones más meridionales. El panorama poblacional en esta zona sería bastante desolador hasta alcanzar la colonia fenicia almeriense de Villaricos, que concentraría a bastante gente, y que además de estar abierta al tráfico marítimo suponía una salida costera para los productos mineros y de otro género provenientes de la Alta Andalucía.
Podemos distinguir en la cuenca media del Segura al menos tres tipos de asentamientos: los que están en torno a la hectárea de extensión, los de tamaño intermedio, próximos en algunos casos a las 5 hectáreas, y los grandes “oppida”, situados en la cumbre o casi en la cumbre de la pirámide que ilustra la jerarquización territorial. Los asentamientos menores, ubicados en pequeños cerros o en llanos de riqueza agrícola, son de fácil acceso y carecen de defensas artificiales. Este tipo de enclaves, parecidos a granjas y caseríos, se documentan tanto por sus escasos restos constructivos como por la abundancia de cerámicas ibéricas en lugares de vega, signo de que fueron probablemente numerosos. Los poblados de tamaño intermedio no suelen estar amurallados, pero sí que cuentan con destacadas defensas naturales. Se ubican en crestas altas, salvando desniveles de unos 100 metros con respecto a las tierras circundantes. Además de explotar económicamente su entorno, tenían una función estratégica, tanto por su carácter defensivo como por su ubicación en el contexto comarcal, pudiendo albergar a algunos nobles secundarios. Entre estos enclaves de tamaño intermedio están Coimbra la Buitrera y el Morrón de Bolbax, que ayudaban respectivamente a sus grandes “oppida” (Coimbra del Barranco Ancho y Los Albares) en las tareas de control territorial. Otro poblado ibérico de este tipo era el Castillo de Ulea, que dominaba el paso natural entre la vega baja del Segura y la cuenca de Cieza.
Los grandes “oppida” se sitúan normalmente en sierras altas y escarpadas. Están amurallados, bien en parte de su perímetro (como Coimbra del Barranco Ancho) o bien en la totalidad del mismo (como La Encarnación). Actuarían como centros redistribuidores de bienes y recursos, serían asiento de las elites y se configurarían además como núcleos religiosos de referencia. Mientras que en algunos de estos “oppida” rectores han podido identificarse el poblado, el santuario y la necrópolis con monumentos funerarios (El Cigarralejo y Coimbra del Barranco Ancho), en otros casos sólo se conocen uno o dos de estos elementos. Cuentan con santuarios conocidos los poblados de Verdolay, El Recuesto, La Encarnación y Doña Inés. Han aportado restos monumentales de carácter funerario los poblados de Monteagudo, Verdolay y Doña Inés. Y se conoce con precisión el hábitat de los poblados de Los Albares y La Encarnación. Otros yacimientos en los que se han documentado restos escultóricos o cerámicas pintadas de calidad, como el Cabezo del Tío Pío (Archena) o Alcantarilla, podrían haber desempeñado también una función destacada en la jerarquización territorial, pero faltan otros elementos complementarios que aclaren su rango. Algo similar ocurre con otros yacimientos murcianos, ya poblados en el período Ibérico Antiguo, como Royos, donde se halló la figurita de bronce de un centauro (Olmos, 1992, IV), o Los Molinicos de Moratalla, donde se han recuperado bastantes cerámicas griegas, entre las que hay cántaros de tipo Saint Valentin, copas de la clase delicada y copas de tipo Cástulo.
La aplicación de los polígonos de Thiessen, los cuales definen las áreas de influencia calculadas a partir de las distancias medias de los poblados principales, revela que el reparto regional se corresponde en gran medida con las comarcas naturales. La comarca natural dependiente del “oppidum” de Coimbra del Barranco Ancho es la de Jumilla, en el área más septentrional de la provincia de Murcia, paso tradicional hacia la Meseta. El “oppidum” de Los Albares estaba en el centro del Medio Segura, controlando la comarca natural de Cieza. El Cigarralejo ocupa la comarca de Mula, bañada por el río homónimo. La zona más oriental, de enorme riqueza hortícola, estaba dominada al Norte del Segura por Monteagudo, y al Sur por Verdolay. El “oppidum” de El Recuesto controlaba la comarca situada al Norte de las Sierras de Benamor y Quípar. La Encarnación vigilaba el paso entre ambas Sierras y tenía adscritas las tierras situadas al Sur de las mismas. Finalmente el “oppidum” de Doña Inés regía la comarca situada al Sur de algunas de las Sierras que limitaban meridionalmente a la Contestania, como las Sierras de Burete, Lavia y Cambrón. Los grandes “oppida” estudiados fueron coetáneos entre los siglos V y II a.C., si bien el de Los Albares presenta una cronología mal conocida. La importancia respectiva de estos poblados rectores varió con el tiempo, de modo que los cambios producidos en su relevancia geopolítica afectarían a la extensión de sus territorios adscritos. El Cigarralejo alcanzó su esplendor hacia la primera mitad del siglo IV a.C., o al menos en esta época es cuando tuvo su máxima ocupación. Coimbra del Barranco Ancho conoció su mayor auge en la segunda mitad del siglo IV a.C. e inicios del siguiente. Mientras que a Verdolay le llegó su mejor momento de densidad poblacional entre mediados del siglo III y mediados del siglo II a.C.
Podemos conocer algunos datos sobre las sociedades ibéricas de la cuenca media del Segura a través del análisis de las sepulturas de El Cigarralejo (Cuadrado, 1987). En esta necrópolis se documentaron dos tipos de ajuares: uno probablemente masculino, caracterizado por la presencia de armas, y otro probablemente femenino, en el que aparecían fusayolas, agujones y placas de hueso, así como objetos de vidrio. Esta asignación de género a las sepulturas en función de sus elementos de ajuar ha de tomarse con cautela y contrastarse con análisis de los restos cremados, y más teniendo en cuenta que se ha demostrado que los huesos calcinados que acompañaban a la Dama de Baza son de mujer, a pesar de que en su ajuar había armas. Partiendo del presupuesto de que no hay elementos de ajuar exclusivos de un solo sexo, sí que se aprecia en la necrópolis de El Cigarralejo cierta tendencia de las fusayolas y los objetos de hueso y vidrio a asociarse entre sí en las mismas sepulturas, que son principalmente las que carecen de armas. De entre éstas las más representadas son la falcata, el escudo y la lanza (punta y regatón). En función de la riqueza de sus ajuares, rastreable por ejemplo en el número de cuentas de vidrio y de cerámicas de barniz negro, Santos Velasco (1989, 134-136) distingue cinco grupos sociales básicos. El más poderoso vendría definido por las dos tumbas consideradas principescas, la 200 y la 277, pertenecientes a la primera mitad del siglo IV a.C. En cuanto a las tumbas monumentales del período Ibérico Antiguo, se diferencian de las principescas tumulares del período Ibérico Pleno en la práctica ausencia de ostentación en sus ajuares.

La intensificación de las relaciones de intercambio con otras culturas mediterráneas provocó cambios cualitativos en las estructuras socioeconómicas de las comunidades ibéricas de la cuenca media del Segura, acentuando y acelerando ciertos procesos de urbanización y jerarquización social, ya iniciados en la Edad del Bronce. Se generalizaron en la vida económica de los pueblos indígenas, gracias en parte a su participación en el comercio a larga distancia, avances tan relevantes como el arado de tracción animal, el torno de alfarero, el torno de carpintero y la metalurgia del hierro. La rapidez con la que se adoptaron algunas de estas innovaciones tecnológicas permitió generar las condiciones productivas necesarias para sustentar un gran volumen de intercambios con los comerciantes foráneos establecidos en las costas del Sureste. El auge del comercio colonial a gran escala se manifestó ya a fines del siglo VI a.C. en la cuenca media del Segura, alcanzando un gran desarrollo en la primera mitad del siglo IV a.C. Frente a la circulación inicial de pocos y costosos bienes se pasó ya en el período Ibérico Pleno a un sistema comercial estable y regular que nutrió los mercados indígenas de bastantes productos importados, adquiridos gracias a los esfuerzos productivos realizados en el marco de una compleja y estratificada organización social, delatada por aspectos como la especialización y jerarquización del hábitat.
En la cúspide social de las comunidades indígenas de la cuenca media del Segura nos encontramos con Jefes o Príncipes, cuyas sepulturas fueron especialmente monumentales en la Fase Antigua de la cultura ibérica, pasando en el período siguiente a ser grandes túmulos con ricos ajuares. El estamento más compacto y mejor definido es el de los guerreros, dentro del cual se dieron disparidades claras de riqueza en función del propio status y de la época, destacando un cortejo de “equites” o caballeros que constituirían lo más granado del séquito de los Príncipes. Los agentes comerciales indígenas ocuparían también una posición social privilegiada, así como los encargados del culto y el incipiente artesanado. La relevancia social de los artesanos vendría dada por el carácter eminentemente agropecuario que aún tenían las economías ibéricas, y que por tanto impediría mantener a muchos a costa de trabajos artesanales especializados. Junto al artesanado indígena y en algunos casos instruyendo a éste, habría artesanos foráneos, dedicados sobre todo a labores de repercusión suntuaria, como la orfebrería o la escultura. En las tareas agrícolas y en las relacionadas con el cuidado y la explotación de los ganados se encontraría involucrada la gran mayoría de la población, dentro de la cual es factible e incluso probable la existencia de esclavos, atestiguada en las fuentes escritas, si bien serían más comunes los vínculos de servidumbre (Ruiz, 1998). La aristocracia ejercería el control sobre los excedentes de la producción agropecuaria, organizaría el comercio dentro del dominio regional, y redistribuiría los bienes necesarios para el adecuado funcionamiento del sistema económico territorial.
Aunque quizás es demasiado arriesgado hablar de una sociedad esencialmente conflictiva, tanto la presencia real, simbólica y creciente de las armas en los ajuares como el emplazamiento y los recursos defensivos de los poblados invitan a pensar en un marco socioeconómico con grandes dosis de riesgo de inestabilidad. La función no sólo práctica sino también simbólica del armamento viene reflejada por su presencia en las necrópolis y por su escasa representación en los espacios de hábitat, donde es más frecuente el hallazgo de aperos de labranza. Éstos, cuando aparecen en los ajuares funerarios, suelen hacerlo al lado de las armas, y no por libre. El instrumental agrícola y el de otras actividades está ya tan diversificado y es ya tan específico que nos permite hablar de economías que han traspasado la mera subsistencia. Entre los productos excedentarios del Sureste destinados al comercio exterior se encontrarían los cereales, la sal, el lino y el esparto, actuando además esta región como intermediaria en el tráfico metalífero que iba desde la Alta Andalucía a las zonas costeras. Los beneficios mayores derivados de este comercio recaerían en los grupos dirigentes, de modo que la justificación de este sistema socioeconómico basado en la desigualdad necesitaría resortes y argumentos políticos e ideológicos capaces de cohesionar entre sí a todos los miembros de cada entidad protoestatal. El carácter fortificado y la posición estratégica de los grandes “oppida” de la cuenca media del Segura, así como la articulación de enclaves secundarios, dependientes y dispersos, eran formas de garantizar la función rectora dentro del territorio y de controlar los principales ejes por los que circulaban los productos locales e importados. Otros pasos hacia la definición de los “oppida” como verdaderas ciudades fueron la fundación de santuarios urbanos (Almagro-Gorbea y Moneo, 2000) y el establecimiento de necrópolis externas en las que expresar escultórica, monumental o materialmente el poder de las elites dirigentes y el de sus vasallos y allegados.
Santos Velasco (1989, 139-140) considera que entre los siglos VI y III a.C. se produjo en la cuenca media del Segura una transición desde Jefaturas complejas hacia organizaciones protoestatales, diluyéndose paulatinamente ciertos componentes comunitarios en favor de otros insertos ya en una sociedad de clases. La Jefatura era un estadio intermedio entre la sociedad igualitaria y la de clases, con cierta jerarquización social que convivía con la vigencia de las relaciones de parentesco. En ella se daba ya la centralización de los recursos y la redistribución de los bienes en el marco de una economía de capacidad excedentaria. Una parte de estos excedentes se orientaba hacia la acumulación de bienes de prestigio.
En la sociedad de Jefatura el comercio exterior era escaso, y perseguía sobre todo la obtención de bienes empleados como símbolos de status. En la sociedad protoestatal las relaciones de parentesco dejaban de ser las dominantes, el desarrollo jerárquico se acentuaba y aparecían las clases, definidas por su relación con los medios productivos. En este tipo de sociedades evolucionadas florecían los centros urbanos y aparecían elementos de alta cultura, como la iconografía identitaria (por ejemplo en las cerámicas o en las armas), la práctica escrita, los sistemas de pesos y medidas, y la circulación monetaria.
La aristocracia ibérica era capaz de recuperar lo “invertido” en los cultos de ultratumba debido a que estaba probablemente en situación de volver a renovar los beneficios y excedentes de la producción, gracias a tener asegurado el control de la misma, bien mediante la propiedad privada de la tierra y la dirección del comercio de bienes y materias primas, o bien mediante otras formas de propiedad individual o colectiva, así como por medio de mecanismos de tributación en forma de bienes o trabajo (Santos Velasco, 1998, 403).
      Las innovaciones culturales, tecnológicas e iconográficas que fueron incorporando las comunidades ibéricas, así como la configuración de la elite en un grupo aristocrático armado, se articularon sobre nuevas formas de organización social de la producción, del trabajo, de las relaciones sociales y de la propiedad o disposición de la tierra.
De ahí que la cultura ibérica suponga el paso del modo de producción comunitario al modo de producción clientelar y la servidumbre gentilicia (Ruiz y Molinos, 1993).
La consolidación de las formas de control y dominio de las elites durante el Ibérico Pleno favoreció el desarrollo de una sociedad clasista que puso las bases para la génesis de los estados arcaicos hacia mediados del siglo III a.C.
El tránsito de una sociedad de Jefatura a otra de tipo protoestatal se aprecia en el incremento de las importaciones griegas y en los cambios producidos en la forma de manifestar el status en los contextos funerarios.
     Las cerámicas áticas importadas dejaron de ser regalos a miembros destacados de las comunidades indígenas para convertirse en verdaderos objetos comerciales.
     Se extendió el derecho de enterramiento en las necrópolis a un espectro social privilegiado más amplio, apreciándose en los ajuares muchas variaciones en el mayor atesoramiento de objetos de lujo, signo de las distintas posibilidades sociales de acceso a la riqueza.
     tendió el privilegio de contemplar y tener imágenes, así como otros objetos de tradicional simbolismo, como las armas.
    Las relaciones de parentesco fueron parcialmente reemplazadas por otras de lealtad y vasallaje, ilustradas en las fuentes escritas por la “fides” y la “devotio”, consistentes en estrechos y sagrados pactos de fidelidad, a veces dispensados hacia un líder extranjero.
La participación de los mercenarios ibéricos en los conflictos armados de otros contextos mediterráneos como Sicilia, familiarizó a éstos con sociedades de tipo estatal, si bien es discutido el grado de helenización que los indígenas hispanos recibirían en tales empresas.
La propiedad particular pudo hacerse realidad fundamentalmente a través de la propiedad de la tierra (Ruiz, 1998, 295). En el caso de las sociedades clientelares, la propiedad sobre la fuerza de trabajo no debió desempeñar una función clave en el sistema de relaciones de producción, pues la institución de la clientela dejaba bien definidos los límites en que se producía la dependencia, los cuales no eran los mismos de la esclavitud.
En cambio sí que fue determinante la propiedad de los instrumentos productivos, los cuales en muchos casos aparecen en espacios aristocráticos.
El control directo de los medios de producción y las fuerzas productivas por parte de la aristocracia estuvo en la base del nuevo modelo de propiedad.
La nueva sociedad no se sustentaba en el principio de la propiedad colectiva de la tierra, aunque la pertenencia a la comunidad marcaba el acceso a ella, sino que los grupos gentilicios clientelares imponían la repartición desigual de ésta.
    Por lo tanto el carácter comunal de la propiedad fue reinterpretado en función del sistema clientelar, generando propiedades “paraprivadas”.
Los principales enclaves de la cuenca media del Segura pasaron en el Ibérico Pleno a tener un aspecto urbano, mejorando sus murallas, dotándose de santuarios y efectuando otras obras públicas. Se desarrolló además una organización jerarquizada del poblamiento regional, con centros de distinto rango y función (productiva o defensiva) dependientes del gran “oppidum”.
    La relación entre los conceptos de ciudad y protoestado en el mundo ibérico se refleja en las raíces léxicas comunes de ciertas ciudades y etnias (Basti-Bastetanos, Ilerda-Ilergetes, Oretum-Oretanos, Edeta-Edetanos). Y la jerarquización del poblamiento es evidenciada por la formación de los nombres de algunos enclaves a partir del nombre del asentamiento rector (Saetabíkoula-Saetabi, Obulcula-Obulco).
     
     Santos Velasco (1989, 142-143) admite el carácter protourbano de los grandes “oppida” de la cuenca media del Segura, pero niega su identificación como estados debido por ejemplo a sus cambiantes coyunturas económicas y de ocupación y a sus diferencias de tamaño.
         Propone en cambio la posible vinculación de todos estos núcleos en un momento avanzado del proceso de jerarquización del territorio a la ciudad contestana de Ilici, que sería la que ejercería como ciudad-estado o como algo parecido.
Pero en realidad parece más factible, teniendo en cuenta el moderado desarrollo sociopolítico de las comunidades ibéricas con respecto a otras culturas mediterráneas, la evolución autónoma de cada gran “oppida” con su “chora” o territorio adscrito, participando así de algunos elementos protoestatales pero no de un pleno carácter estatal, ni siquiera atribuible a la poderosa Ilici, cuya influencia en su amplio entorno sería más bien de orden cultural.
A su vez las distintas comunidades dependientes de los grandes “oppida” contestanos podrían compartir cierto sentimiento de etnicidad, el cual rebasaría claramente la adscripción a los marcos políticos respectivos.
           La lejanía con respecto a la fórmula estatal viene confirmada por la escasez de ciertos tipos cerámicos griegos, como las lucernas (indicativas de la superación del ritmo solar), y los recipientes relacionados con el mundo femenino y los perfumes (signo de refinamiento), percibiéndose además la amortización más funeraria que cotidiana de otras formas asociadas a ritos simposiacos y de cohesión, como las cráteras y las copas.
        El panorama de la tipología cerámica es el de una helenización superficial y reformulada, algo más intensa entre las clases dirigentes, pero en todo caso distante con respecto a la evolución política e ideológica alcanzada por las ciudades-estado griegas.
       El armamento ibérico del Sureste también ilustra una forma más primitiva de combatir que la de las formaciones cerradas del ámbito helénico, asociadas éstas al concepto de estado.
Gracia (2003, 306) considera en cambio que las sociedades ibéricas ya desarrollaron durante la Protohistoria sistemas complejos de combate, lo cual habría facilitado su inserción en los contingentes militares desplegados por cartagineses y romanos.
     Las destrucciones de las esculturas funerarias de carácter monumental han sido relacionadas con el fracaso de los intentos estatalizadores, de modo que perviviría la atomización del poder territorial, repartido entre bastantes enclaves, y se preservarían algunos de los componentes comunitarios propios de las antiguas sociedades.

      En todo caso, si se dio en el Sureste un proceso de índole protoestatal, tal vez acentuado a fines del Ibérico Pleno, éste se vio truncado por la irrupción militar primero cartaginesa y luego romana, así como por la posterior aculturación y larga dependencia política con respecto a un poder exterior.