De
manera bastante generalizada, la situación de las necrópolis con respecto a los
poblados –a una distancia que puede variar entre los 100 y los 500 metros-
suele coincidir con una zona bien aireada, de forma que los humos de las
hogueras cinerarias no produjeran molestias a los habitantes de aquéllos y que
los ritos pudieran ser seguidos sin dificultad desde los mismos, y en terrenos
de escasa productividad agrícola. Para terminar, se ha podido comprobar –en
aquellas necrópolis que han sido bien y suficientemente documentadas- que las
áreas de deposición funeraria se enmarcan en límites precisos, hecho que les
debió conferir un cierto carácter sacral y que, en muchas de ellas, ha
provocado superposiciones cuyo análisis estratigráfico vertical favorece
siempre su interpretación cronológica. De la misma manera, se empieza a hablar
de una disposición espacial de los enterramientos perfectamente calculada que,
a todas luces, debe relacionarse con criterios sociológicos aún por precisar en
todos sus extremos. En cuanto al ritual, el único rito funerario fue el de la
cremación, de la que parecen excluirse tan sólo los niños con edades inferiores
a un año, enterrados mediante inhumación del cadáver frecuentemente en el
subsuelo de las casas. Antes de la cremación, los difuntos serían
acondicionados con sus mejores galas, expuestos y velados (honrados
socialmente) y trasladados a la necrópolis tal vez acompañados de cortejos más
o menos formales cuya verdadera entidad se nos escapa, pero que, en esencia,
forman parte de un ceremonial de implicaciones casi universales: el ritual
funerario comprende varios momentos, públicos y privados, en la casa y junto al
sepulcro: el vestido y adorno del cadáver, la exposición y el acompañamiento
del difunto, el banquete y la fiesta fúnebre, el transporte y el enterramiento
del cadáver, los periódicos sacrificios de circunstancia por el muerto. La ejecución
de estos actos del ritual restablece la normalidad social, disminuyendo el
dolor y reintegrando al núcleo familiar golpeado en la comunidad. Posiblemente
durante la cremación, y después de forma periódica, se celebrarían banquetes
rituales, en los que se sacrificarían, o al menos consumirían, determinadas
víctimas animales al tiempo que se realizarían libaciones en honor del difunto.
Una vez realizada la cremación, y por lo menos cuando el enterramiento era de
carácter secundario –es decir, si los restos se enterraban en lugar distinto al
de aquél en que habían sido quemados-, los huesos se retiraban –sin necesidad
de ser lavados- y a veces envueltos en un paño (que en ocasiones envolvía a la
propia urna), eran depositados en un recipiente cinerario, por lo general
cerámico. Por fin, se procedía a su deposición en la tumba propiamente dicha,
acompañándolos del ajuar personal del difunto –hubiera sido o no quemado con
él- y, al parecer, de toda una serie de ofrendas que se suelen interpretar como
elementos destinados a hacer más llevadero, más fácil y más familiar su viaje
una vez traspuesto el umbral de la muerte. Por lo que respecta al ajuar del
difunto, éste está constituido por el conjunto de objetos depositados en la
tumba junto a los restos cremados de aquél, al que acompaña en su viaje al Más
Allá. A veces, como antes se dijo, parte de estos objetos eran quemados o rotos
en la pira funeraria y posteriormente se colocaban definitivamente en la tumba.
El ajuar se dispone junto a la urna que contiene las cenizas y restos óseos del
difunto. La cantidad y calidad de las piezas depende de la riqueza y categoría
social del individuo enterrado. En cuanto a su composición, el ajuar está
formado, generalmente, por vasos cerámicos, que pueden ser indígenas y de importación
(cráteras, copas, platos, vasos, etc.); elementos de la panoplia ibérica, como
las falcatas, lanzas, escudos, puñales, soliferrea (en singular, soliferreum:
lanza de hierro de unos dos metros de largo); elementos de uso personal como
fíbulas o imperdibles, joyas, agujas, alfileres o terracotas en formas
diversas. Excepcionalmente, en las tumbas más ricas se incluyen joyas
fabricadas en metales preciosos. Pero parece que el oro y la plata se reservan,
sobre todo, para los vivos. Por otro lado, hemos de hacer una diferenciación,
dentro del mundo funerario, entre la Turdetania (sector centro-occidental de
Andalucía) y la Bastetania (sector oriental). Y es que en la Turdetania no se
ha encontrado ningún enterramiento ibérico, siendo romanas las necrópolis
conocidas; en cambio, en la Bastetania, las necrópolis fueron abundantes y
riquísimas. Quizá en el sector centro-occidental de Andalucía enterraban a sus
muertos en las aguas, lo que explicaría la inexistencia de necrópolis.
Sobre las costumbres funerarias
Los íberos se entierran según un ritual que está
establecido desde los primeros momentos y no experimenta modificaciones en su
esencia. Cuando se aprecian variaciones es en la tipología de los objetos del
ajuar, en su mayor o menor riqueza y en la existencia de tumbas o
señalizaciones monumentales; estas diferencias, que son
evidentemente manifestaciones externas de orden
social, se deben a factores cronológicos y de delimitación territorial.
En el área levantina la reciente publicación de
dos síntesis ha servido para elaborar una idea general sobre el comportamiento
funerario de los íberos de esta zona, sólo un punto de partida para futuras
investigaciones ya que también han servido para plantear nuevas cuestiones. De
la revisión de las necrópolis antiguas, por ejemplo, se deducen unos rasgos
comunes que indican un ritual característico de la fase ibérica antigua:
deposición de las cenizas en hoyos, bien directamente, bien en urnas,
preferencia por las urnas de orejetas como vaso cinerario seguida de las jarras
que imitan las urnas Cruz del Negro, austeridad generalizada en los ajuares que
se limitan a objetos de indumentaria personal y escaso armamento, austeridad
incluso en la construcción y señalización de los enterramientos.
Nos referimos, en primer lugar, a
la existencia de dos inhumados en la necrópolis de El Molar.
Monraval resuelve esta cuestión atribuyendo una primera fase no ibérica fechada en el s. VI
aC a la que pertenecerían las importaciones griegas más
arcaicas y las inhumaciones; después se sucedería la fase propiamente ibérica
con las incineraciones a partir del s. V a C. Una solución cuestionable si al
leer a Lafuente vemos que uno de los inhumados, el que fue enterrado en una
cista de seis grandes losas, poseía como ajuar un escarabeo y una cuenta de
pasta vítrea.
La tumba de la supuesta segunda inhumación ya
había sido arrasada cuando llegó Lafuente, pero dedujo su existencia porque se
construyó con losas idénticas a las anteriores que, suponía, formaban una
cámara sepulcral.
Senent
aporta más detalles afirmando que al ser desmontado el «pequeño montículo
formado por piedras colocadas intencionalmente y tierra
sobrepuesta» los propietarios del terreno encontraron un pendiente de oro y un
braserillo de bronce entre los restos de lo que según él «tenía todas las
trazas de una o varias sepulturas en cámara tumular» (SENENT,1930,
3).
Unos
ajuares que coinciden con el resto de los enterramientos de incineración. Por
otro lado, al comparar las urnas cinerarias con la cerámica de El Oral encontramos
que todos los vasos se corresponden con el repertorio del poblado, luego la
necrópolis -o al menos la zona
excavada- tendría un solo nivel contemporáneo a la ocupación del hábitat. Si
aceptamos estos hechos, deberíamos admitir la presencia de dos inhumados en la
necrópolis ibérica, es decir, dos extranjeros en una comunidad que practica la
incineración, dos miembros de otra comunidad a los que les llegó la muerte
residiendo temporal o permanentemente en este lugar.
¿Quién se inhuma en estas fechas en la
Península?. Un griego o un púnico, si bien los ajuares concuerdan con el rito
de las inhumaciones púnicas fechables a partir del s. VI a C (RAMOS SAINZ,
1986, 85), y el tipo de tumbas, en concreto el de la cista de losas, recuerda
sobre todo las cistas de la necrópolis de Jardín, y algunos ejemplos de
Villaricos y Cádiz Almagro relacionaba las tumbas de cámara y las cajas
funerarias ibéricas con el mundo orientalizante traído por la colonización
fenicia. Según este autor, el área de dispersión de ambos elementos centrada en
la Alta Andalucía ofrecía una clara relación con las factorías fenicias de la
costa mediterránea; la cámara de Archena, fuera del territorio principal, se
explicaba como una extensión de este elemento desde la Bastetania hacia las
tierras altas del Segura. Afirma asimismo que estas cajas de piedra estarían
destinadas a ser depositadas en las cámaras funerarias ¿Podría esto explicar la
presencia de un larnax de piedra arenisca en El Molar?.
La necrópolis de Altea la Vella ofrece otro
elemento que merece nuestra atención.
Quizá no
sea necesario extender las influencias culturales bastetanas hasta el Bajo
Segura para explicar estos hechos atípicos, ¿por qué no ensar en la permanencia temporal en esta
zona de gentes de otras regiones peninsulares a principios del s. V por motivos
de comercio, por ejemplo?.
Resulta una hipótesis sin duda sugerente, tanto más
cuando leemos a J. de Hoz afirmar que el ibérico parece tratarse de una lengua
vehicular surgida por razones económicas en la Contestania, y que ello da
sentido a la presencia de íberos en Pech-Maho en relaciones comerciales con
colonos focenses e indígenas, testificada en la tablilla de plomo fechada en el
s. V a C hallada en este puerto francés.
Los
enterramientos cuentan con una serie de tipologías que son las siguientes: 1)
Enterramientos turriformes; 2) Tumbas de cámara; 3) Pilares-estela; 4)
Estructuras tumulares principescas; 5) Cistas y simples hoyos con urnas; 6)
Empedrados tumulares.
Enterramientos
turriformes: interpretados como tales a partir del descubrimiento espectacular
de Pozo Moro (Chinchilla, Albacete), consistían generalmente en una torre
monumental realizada con sillares zoomorfos de esquina y decorada con frisos
esculpidos en relieve, con representaciones figuradas que ofrecen un carácter
heroizador, ritual o simplemente conmemorativo; su cronología abarca toda la
etapa ibérica, entre el siglo VI y el I a.C., con lo que se convierten en uno
de los elementos donde mejor se detecta el proceso romanizador experimentado
por las elites indígenas tras la conquista; se documentan como norma habitual
en puntos estratégicos de cruce de caminos o de control de importantes rutas
comerciales –siempre aislados de sus respectivos poblados, si bien no resulta
extraño que a partir de ellos surgieran verdaderas necrópolis-, y se
interpretan como monumentos funerarios pertenecientes a los individuos más
importantes de la sociedad ibérica, régulos o monarcas, que, además, debieron
ostentar un carácter sacro.
La Dama de
Elche se ha considerado siempre -hasta que apareció la Dama de Baza- la pieza
cumbre del arte ibérico. Se piensa que puede representar a una gran dama de la
aristocracia ibérica perfectamente enjoyada, aunque otras hipótesis apuntan a
que ambas Damas –la de Elche y la de Baza- son una versión ibérica de la diosa
cartaginesa Tanit, equivalente púnica de la Astarté fenicia, versión semita de
la Ishtar babilónica, diosa protectora de la fecundidad, de los animales, del
hombre y de la vida en sus más variados aspectos (traída al Occidente por los
fenicios, fue muy venerada entre íberos y turdetanos, como lo indican las
numerosas estatuillas de estas diosas aparecidas en varios lugares).
Acusa
la influencia griega en sus diversos elementos. Los rodetes para meter el pelo
los llevaban algunas terracotas áticas del siglo IV a.C. La distribución del
ropaje sobre el cuerpo recuerda los mantos de una terracota de Rodas, hallados
en Baleares (el manto se abre para dejar a la vista el pecho y los adornos). La
ejecución del rostro, bien conseguido, es de perfil griego, con gran realismo y
encanto.
Todos los amuletos que lleva sobre el pecho son de origen
fenicio y aparecen en los collares que forman el Tesoro de
Aliseda, obra de artistas indígenas que trabajaban hacia el
año 600 a.C. Son los mismos que además se repiten en la
Dama de Baza y en otros exvotos ibéricos tanto en piedra
como en bronce. Precisamente la mezcla de elementos
procedentes de diferentes orígenes es una de la
características del arte ibérico.
La Dama de Elche era muy probablemente una escultura
sedente, pero falta toda la mitad inferior desde la
Antigüedad. El hueco que lleva en la espalda era para
guardar las cenizas del difunto.
El pilar-estela, como otros monumentos de las necrópolis
ibéricas, reúne distintos significados, desde su evidente
carácter funerario y conmemorativo como construcción
que señala una tumba; su voluntad de perpetuar el
recuerdo del difunto en la sociedad y el deseo, por tanto,
de trascender tras el paso al Más Allá, hasta su función de
exaltación y exhibición del poder de las elites.
Como
ejemplo podríamos destacar, en primer lugar la Esfinge de Agost (Alicante), uno
de los mejores ejemplos de hasta qué punto influyó el arte griego en el
ibérico. Salvo algunas variantes, como la forma de disponer la cola,
seguramente por imperativos del material empleado, se ajusta perfectamente a
los prototipos griegos de mediados del siglo VI a.C. Seguramente tendría la
misma función que en Grecia: servir de portador de las almas al más allá, por lo
que estaría en una tumba. Rasgos de estas esfinges son sus alas, su carácter
rampante y que están apoyadas en sus patas traseras.
Otro
ejemplo sería el constituido por el célebre Grifo de Redovan (Alicante), que
fue hallado a finales del siglo pasado y vendido al Museo del Louvre, donde
permaneció hasta 1941, en que, incluida en la serie de obras de arte canjeadas
por el gobierno francés y español, pasó al madrileño Museo Arqueológico
Nacional junto con una cabeza humana.
La Cabeza de Grifo,
tenía las fauces abiertas y terminaban en una especie de pico, los ojos
abiertos presentaban pupilas redondas, enormes cejas geométricas formadas por
grandes cintas con rodeas a los lados; con una palmeta oriental que une ambas
cejas. Es de tipo frecuente en lo fenicio, chipriota y griego arcaico. Tuvo
cuernos de los que solo queda el arranque. Los detalles citados la colocan no
muy lejos del año 500 a.C.
Esta Cabeza de Grifo
es de una sabiduría técnica que no se halla sino en obras de la categoría de la
Dama de Elche y algunas más como la esfinge de Bogarra y las figuras sedentes
del Llano de la Consolación y de Verdolay.
Dentro del conjunto de
pilares-estela destacaremos, en primer lugar, el del poblado de Coimbra del
Barranco Ancho (Jumilla, Murcia). Contamos aquí con un grupo escultórico,
seguramente perteneciente a un único monumento funerario tipo pilar-estela, en
terminología del profesor Almagro Gorbea. Apareció en la zona B (baja) de la
necrópolis.
El conjunto de
esculturas se exhumó durante la campaña de excavaciones de 1981, y se
documentaron 18 metros cuadrados de superficie. El lote, esto es, cipo (pilar),
toro y fragmento de gola con decoración vegetal aparecieron juntos en una
pequeña superficie de apenas 1´40x1 metro. Encajado en el cipo hacia el este se
colocó el cuerpo del toro y, a unos 17 centímetros hacia el norte, se
dispusieron los cuartos traseros y el cuello. Pegado a la cara oeste estaba el
trozo de gola con decoración pseudo-vegetal. Según la Dra. Muñoz Amilibia estas
esculturas sirvieron para protegerlo.
El único fragmento
alejado de este grupo era la nacela (zapata) decorada con los guerreros
muertos/tumbados, que se localizó dos metros hacia el sureste de la cabecera
del cipo siguiendo la inclinación natural del monte. Su ubicación era vertical,
con lo que uno de los guerreros quedaba en pie, literalmente clavada en una
estructura triangular de piedras por encima del encachado de piedra de la tumba
2 y al sureste de la cubierta pétrea de la sepultura 11. Da la impresión de que
rodó desde un punto superior y quedó allí detenido más que ser su posición
fruto de una colocación intencionada.
En síntesis, poseemos
una basa, el pilar, la gola bipartita y el animal, un toro, que coronaría el
monumento. El pilar estaría labrado por sus cuatro caras con cuatro imágenes.
En
la Necrópolis de los Villares (Albacete), se encontraron
esculturas de jinetes o guerreros a caballo en la cúspide de los túmulos, lo
cual demostraba el dominio de tales sepulcros. Los jinetes o guerreros
aparecían representados a medio camino entre lo civil y lo militar, con arte
diferencial. Tras los enterramientos se efectuaba un banquete, y se colocaba el
jinete o guerrero (que remataba la tumba), que servía como elemento de
señalización externa.